Bajo las luces, a veces crueles, de la Tate Modern, los colores resplandecen y las formas explotan. Es aquí, en el corazón de Londres, donde renace Leigh Bowery, monstruo sagrado de la noche londinense y genio del travestismo artístico. Más de tres décadas después de su muerte, su brillo nunca se ha apagado. Con ¡Leigh Bowery! la Tate dedica por fin una retrospectiva a esta figura que sacudió la moda, el arte y la performance. Entre la fascinación y la incomodidad, la exposición lanza un espejo a los visitantes: ¿hasta dónde podemos llevar el cuerpo, la creatividad y la provocación?

Una ostentación excepcional
Leigh Bowery es ante todo una presencia. Inolvidable. Imposible de etiquetar. Su físico - 1,83 metros de creatividad en bruto - se convirtió en un lienzo viviente. ¿Sus trajes? Esculturas textiles. ¿Sus actuaciones? Uppercuts visuales. Cuando llegó a Londres en 1980, con sólo 19 años, el australiano huyó de la rigidez de la Ciudad del Sol para sumergirse en el abismo de colores de la escena underground. Con su máquina de coser bajo el brazo, se propuso brillar, reinventar los códigos o, mejor aún, hacerlos estallar. Su cuerpo se convierte en su principal herramienta de subversión. Lo inventa, lo deforma, lo esculpe. Para él, travestirse no es esconderse. Es revelarse.
En las salas de la Tate, los icónicos trajes de Bowery siguen fascinando. He aquí un vestido de lunares gigantes, un guiño sardónico a las convenciones estéticas. Más allá, un traje amarillo chillón con estructuras hinchables que distorsionan su silueta hasta convertirla en un monstruo grotesco e hipnotizador. Su rostro, a menudo cubierto de gotas de pintura o látex, no se define. "Ponerme una etiqueta es negarme a mí mismo", solía decir. Le creemos cuando vemos sus obras, que parecen gritar su rechazo a la normalidad.


Entre club y museo, el escenario como santuario
El corazón palpitante del Bowery era la noche. Más que un simple noctámbulo, fue el creador de Taboo, el legendario club donde inadaptados, artistas y almas perdidas encontraban refugio. Aquí, la fiesta era manifiesta. Los cuerpos bailaban tanto como reclamaban. La exposición recrea el ambiente de aquellas noches desenfrenadas mediante proyecciones de vídeo inmersivas en las que Bowery, como el sacerdote de una ceremonia pagana, electrizaba a la multitud. Imágenes febriles, gritos y risas. Y luego el silencio, cortado por la dura luz de un foco sobre un escenario vacío. El contraste era sorprendente. Como siempre hacía Bowery: oscilar entre la exuberancia y el vacío.


Una musa desnuda: la intimidad revelada por Lucian Freud
Conocemos al intérprete escandaloso, menos al modelo silencioso. Sin embargo, en el silencioso estudio de Lucian Freud, Leigh Bowery se quitó la máscara. Lejos de la ostentación y el glamour, posó desnudo, imponente. Su carne, sus pliegues, su piel estirada por las poses prolongadas, se convirtieron en un paisaje. Freud vio en él "un cuerpo que lo decía todo, sin decir una palabra". Los retratos expuestos revelan esta dualidad: el showman se convierte en el hombre vulnerable. Sin adornos, sin disfraces. Sólo un ser en bruto. Esta improbable colaboración entre el pintor y la criatura de la noche revela la riqueza de un individuo mucho más complejo de lo que su apariencia sugiere.

De la provocación a la poesía carnal
¿Qué buscaba Bowery? El bochorno. Le encantaba ese momento flotante en el que el público no sabe si reír, apartar la mirada o aplaudir. Se perforaba las mejillas para insertar cintas, se transformaba en una fuente humana o se ponía trajes transparentes que lo mostraban todo. Sin embargo, detrás de toda esta provocación se esconde una extraña poesía. Leigh Bowery utilizaba su cuerpo como las palabras de un poema: para molestar, para conmover, para despertar. "Mi cuerpo es mi manifiesto", confió una noche, con el maquillaje chorreando y una sonrisa en la cara.
En la exposición, una sala central proyecta sus actuaciones en pantallas gigantes. Vemos sus sucesivas metamorfosis, imágenes a veces grotescas, a veces sublimes. La sala se llena de un murmullo continuo: el de los visitantes que oscilan entre la vergüenza y la fascinación.

Una influencia tentacular
Bowery es la sombra luminosa detrás de muchos diseñadores. John Galliano, Vivienne Westwood y Rick Owens se inspiraron en su enfoque radical. Hoy, Lady Gaga y Boy George reivindican su legado. "No es moda, está más allá de la moda", dice el comisario Fiontán Moran. La exposición lo demuestra: Leigh Bowery nunca se conformó con seguir una tendencia; creó su propio lenguaje visual.
Los archivos revelan sus colaboraciones con Michael Clark, para quien diseñó trajes que oscilaban entre lo sublime y lo absurdo. "Nos obligó a ver el cuerpo de otra manera", afirma el coreógrafo. En la sección dedicada a la moda, bocetos y tejidos desgastados cuentan la historia de su incesante exploración de los materiales, el volumen y el movimiento.

Un acto final, entre el luto y la resiliencia
El 31 de diciembre de 1994, Leigh Bowery murió de sida. Fue un final deslumbrante, como su vida. La exposición no oculta nada del periodo en que la comunidad queer, diezmada, lloraba a sus figuras sin dejar de bailar. Una sala entera le rinde homenaje: testimonios sonoros, fotos del Love Ball 2 de 1991, cartas garabateadas el día anterior a sus actuaciones. En una esquina, un vídeo muestra a Bowery sonriendo, levantando su copa. Se puede ver la fragilidad detrás de la máscara.

Leigh Bowery, aún vivo
Caminando por las salas de la Tate Modern, una cosa queda clara: Leigh Bowery sigue aquí. En los colores chillones, las telas exuberantes, las miradas preocupadas de los visitantes. Quizá se habría reído al verse honrado en un museo, ya que rehuía los marcos. O tal vez no. "Quiero ser grandioso, inolvidable", solía decir. La apuesta le salió bien.
Esta exposición no es un simple homenaje. Es una zambullida en el exceso, la libertad y la belleza bruta. Una invitación a enfrentarse a la alteridad, a abrazar lo inquietante. Porque Leigh Bowery no pedía que le quisieran. Exigía que le miráramos.









