Wes Anderson tiene un talento poco común para desvelar secretos de familia como quien abre un antiguo cofre de seda. Con El plan fenicio, presentada como selección oficial en el Festival de Cannes 2025 y que llegará a los cines el 28 de mayo, el cineasta estadounidense vuelve a su obsesión original: los lazos de sangre, las pesadas herencias y los delicados absurdos que rigen la intimidad de los poderosos.

La película comienza en un edificio aislado, en algún lugar entre Suiza y un país imaginario de Europa Central. La luz parece filtrarse a través de una toile de Jouy, el mobiliario evoca un templo bancario reconvertido en convento, y cada plano está compuesto como un cuadro antiguo enmarcado por la ironía. Conocemos a Zsa-Zsa Korda, uno de los hombres más ricos del continente, un magnate congelado en su automatismo, interpretado por un Benicio del Toro hierático, casi mineral. Vive rodeado de fantasmas vivientes: su hija Liesl, que ha tomado recientemente las órdenes sagradas pero cuya fe parece más conceptual que mística, y Bjorn, su tutor designado, una extraña figura con una sonrisa demasiado educada, interpretado por un Michael Cera matemáticamente preciso. Con este trío improbable, Anderson construye un laberinto narrativo en el que los diálogos chasquean como máximas, la arquitectura se convierte en un personaje y los objetos -crucifijos rococó, plumas estilográficas de marfil, pianos nunca usados- cuentan más que las apariencias. Aquí todo gira en torno a la superficie. Pero como siempre ocurre con Anderson, la superficie oculta abismos. Detrás de las cortinas pastel y los monólogos claros, hay silencios que gritan. Relaciones de poder tan sutiles como implacables. Palabras no dichas transformadas en reglas familiares. El plan fenicio es una comedia sobre dinastías, pero una comedia cuyos cimientos se resquebrajan. Es también una reflexión disfrazada sobre el capitalismo, la transmisión, la memoria y la religión como refugio o camuflaje. Todo ello, por supuesto, en un universo visual de una sofisticación maníaca: pasillos simétricos, cortes impecables, paletas de marrones, lilas y dorados antiguos. Es como un monasterio para multimillonarios, o una película de Visconti revisitada por un ilustrador japonés. Esta es quizás la película más densa, melancólica y secreta de Wes Anderson. Detrás de la preciosa elegancia de cada fotograma, percibimos un cansancio, un indicio del final de su reinado. Es como si, por primera vez, el cineasta hubiera aceptado que la belleza, por magistral que sea, ya no basta para arreglarlo todo.


El esquema fenicio no intenta seducir. Envuelve. Hipnotiza. Araña suavemente bajo el barniz. Y cuando uno sale de la sala, se queda con una extraña impresión: la de haber visitado un mausoleo de terciopelo, donde las penas de familia se susurran en latín, y donde cada heredero lleva ya la fatiga de su propio nombre grabado en una placa.









